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                                                                                             CAPÍTULO DOCE

 

Todos sabemos que nada es eterno pero qué triste es cuando te lo recuerdan. La oscuridad vino cada noche más pronto recordándome que el otoño estaba empujando al verano fuera de nuestro horizonte. Pero lo más importante era que el sonido de los carritos de las niñeras ya no nos saludaba. Las niñeras se habían ido. Un adulto hubiera dicho que solo habría que esperar diez meses hasta que el siguiente verano las trajera otra vez pero para un niño diez meses son casi eternos en una vida donde no hay nada para siempre.

            ¡Qué triste era nuestro pueblo sin las niñeras, sin las noches brillantes y sin los pájaros menos la gaviota y el cuervo que aguantaron el invierno con nosotros! Y además de aquella miseria, se fue también el bacalao a aguas más profundas y con él se marcharon también nuestras tareas marítimas. Por si fuera poco, tampoco se podía dormir y trabajar en la casita con el frío del otoño.

            ¿Qué iba a sustituir a todo esto? ¿Qué maravilla iba a rellenar el espacio que dejaron las niñeras, el sol, la casita, la red y todas nuestras actividades pesqueras? Si crees que fue algo maravilloso te equivocas porque este espacio iba a ser ocupado nada más y nada menos que por…la escuela. ¡Qué trueque más horroroso! Y como Jón Páll no iba conmigo a la escuela tuve que sufrir la metamorfosis yo solito.

            Mi madre abrió un libro con unos dibujos sosísimos de un granjero, un chico y una chica con dos ovejas y una vaca y con esto esperaron que yo me olvidase de los besos de Linda. ¡Qué tontería! Yo pensaba que tal vez los mayores podían olvidar sus pasados días de gloría cuando leían los periódicos y bebían sus cafés, pero la vida de los niños no era tan fácil. No tuve otra opción que ir a la escuela y mientras un profesor con barba como uno de los trece Papá Noeles que tenemos en Islandia, hablaba de números que hubo que restar y añadir, yo pensaba en Linda, bacalao y la casita, que pronto se escondió bajo una capa profunda de nieve. Y luego, de repente, me preguntó el viejo “Papá Noel” cuánto era dos más dos, como si me importara. Yo estaba reviviendo las aventuras con Linda y no tenía ni la mínima necesidad de aprender  matemáticas. Desde entonces el profesor me consideró un estudiante raro pero a lo mejor  no era tan extraño como yo lo veía a él.   

            La escuela no fue del todo horrorosa como yo imaginaba porque llegó una profesora de la ciudad y me enseñó a leer el texto que venía con las imágenes de las ovejas, los niños y las vacas. La lectura hablaba de tonterías pero la profesora era guapa. Tenía el pelo negro como Linda y era de la ciudad como ella, con la diferencia de que  no me besaba ni me decía cosas lindas. Solo hablaba de letras. Un día, cuando yo estaba escribiendo, se acercó trayendo un dulce olor a perfume, y se asomó a mi espalda hasta que su pelo negro y bonito tocó mi mejilla. Cogió mi mano y la guió mientras escribía la palabra “vaca.” Pero como la palabra “vaca” en islandés tiene solo dos letras, es decir “kú,” no duró mucho ese momento que tanta alegría me dio. Era como una fiesta corta que rompió la monotonía de la mañana. Duró bastante como para poder oler su perfume.

             Al día siguiente le pregunté si me podría ayudar a escribir la palabra “granja” que en islandés tiene ocho letras, “bóndabær.” Así me iba a durar más la alegría pero dijo que la escribiera yo y nunca más vino a tocar mi mejilla con su pelo. No era porque no tuviera tiempo ya que en mi clase había solo seis estudiantes.

            Alguien diría que esto era algo muy extraño aunque más curioso me parecen las ciudades donde ponen a casi treinta niños en una clase como si fuesen un rebaño de ovejas. Los granjeros sí que pueden tener tantas ovejas juntas porque lo único que hacen es andar y comer pero los niños han de hacer cosas más complicadas y lo veo un tanto injusto tenerles tan agolpados.

            La multitud no fue el problema en mi pequeña clase sino el hecho de que la profesora guapa no viniera  más a tocarme la mejilla con el pelo. No sabía qué le sucedía. Notaba que estaba mucho más seria que Linda. Siempre se pasaba el tiempo hablando de lo que había que hacer en la escuela, cómo había que comportarse, sentarse y hasta cómo pensar. A Linda le daba completamente igual todas esas cosas.

            Así que pensé que, a lo mejor, sí la viese fuera de la escuela, se comportaría de forma diferente, como más relajada. Entonces me podría tocar la mejilla con el pelo y tal vez besarme. Pensé un plan que me parecía perfecto. La profesora, que se llamaba Sigga, tenía un hijo pequeño. Él podría ser mi billete para entrar en su casa y verla en un ambiente más relajado y romántico. Así que un día decidí ir a su casa a preguntar por su hijo que, se llamaba Jónatan.

            Estaba un poco nervioso cuando abrí la puerta de la valla que rodeaba su casa. Y cuando subí las escaleras hasta su puerta mi corazón pegaba en mi pecho como un pescado que quiere salir de una red. Llamé la puerta y ahora palpitaba todavía más fuerte. ¡Qué emoción! Pero entonces un hombre la abrió. Era el Papá Noel, él que me enseñaba Matemáticas. ¿Qué hace este aquí?,  − pensé. ¡Ah!, él es el padre del Jonatán, así que tiene que ser el marido de Sigga. Un detalle que se me había escapado cuando diseñé mi estrategia.

            − Buenas tardes, ¿qué te trae por aquí, Jón?” − preguntó.

            − ¿Qué me trajo? Nada, vine solo con mis pies.

            − Quiero decir, ¿qué razón tienes para venir aquí?

            La pregunta me pareció un poco como si me estuviera regañando y yo no había hecho nada. Pensé que a lo mejor sabía que quería besar a su mujer. Es que a veces me parecía que los mayores lo sabían todo. ¿Conoces la sensación? Bueno, como yo soy mayor ya, te puedo adelantar que no es verdad. Fingen como que lo saben todo pero sus mentes son mucho más pobres de lo que crees. Además, Sócrates, el mayor filósofo de todos los tiempos, dijo que los más sabios son aquellos que admiten que no saben nada. Pero esto lo dijo en la antigua Grecia, hace más de dos mil años, así que nadie se acuerda de eso ya. 

            − Es, solo y solamente para jugar con Jónatan, nada más, lo juro, − dije.

            − Con el pequeño Jónatan, ¡qué buen chico eres!, − dijo y yo pensé que a lo mejor no sabía la verdadera razón de mi visita, que no tenía nada de bueno, por lo menos no desde su punto de vista. Luego se giró un poco y llamó:

            − ¡Jónatan, ha venido un chico para jugar contigo!

            Luego giró hacia mí y dijo que viniese. Yo entré y vi al pequeño en el pasillo mirándome como si fuese Papá Noel. No dijo ni una palabra. Su padre vino y abrió la habitación, que estaba al fondo del pasillo y nos ordenó que entrásemos. Cuando pasé por la puerta de la cocina vi a Sigga allí dentro tomándose un cafelito y haciendo rayas rojas en un montón de papeles. Me paré en la puerta.

            − ¡Hola! − dije. − ¿Qué estás haciendo?

            Ella resopló como si le costara gran esfuerzo contestarme.

            − Estoy corrigiendo lo que han escrito los de una clase que tengo.

            ¿Es aburrido?, − pregunté.

            − Sí, pero luego voy a leer un poco. Es muy divertido leer cuanto sabes leer bien.

            No sabía qué hacer. Si hubiera sido Odiseo a lo mejor hubiera pensado un truco para que el padre y el hijo se hubiesen ido a jugar en la habitación y yo quedarme solo con Sigga en la cocina pero sentí con una tristeza muy grande que no tenía la inteligencia de aquel náufrago.

            − Bueno, poneos aquí a jugar, − dijo Papá Noel.

            Entré en la habitación con Jónatan, sintiendo luego como la puerta se cerraba a mis espaldas.

            − Bueno, − dije mirando la habitación que estaba llena de juguetes.

            No estaba preparado para esta parte del plan. Además, el chico era más pequeño que yo. No nos conocíamos y solo un error o alguna cosa absurda de la vida nos podía unir. No tenía las mínimas ganas de jugar con él. Lo único que teníamos en común era una cierta admiración por su madre pero era de dos tipos diferentes. Así que tampoco esa cosa contaba como un vínculo común.

             − ¿Quieres jugar con mi Playmo?

            − No, gracias, − le dije un poco irritado.

            − ¿Y el Lego?

            − No, tampoco, no me gustan estas cosas. Soy demasiado grande para esas tonterías.

            − Entonces, ¿por qué has venido?

            No estaba preparado para esa pregunta. Allí tropecé con otra muestra de que Odiseo era mucho mejor en hacer planes y trucos que yo. Él siempre sabía qué iban a preguntar los adversarios y por eso siempre sabía qué decir. Como cuando el cíclope, que se llamaba Polifemo, le preguntó por su nombre y le dijo: “me llamo Nadie,” porque también sabía que cuando le hubieran pinchado el único ojo del gigante, él iba a gritar para que lo escuchasen los otros cíclopes en la isla. Y cuando le escucharon gritar, preguntaron qué le pasaba.

            − ¡Me ha pinchado el ojo!, gritó Polifemo. 

            − ¿Quién te ha pinchado?, preguntaron los otros cíclopes.

            − Nadie me ha pinchado el ojo, − respondió Polifemo tal como Odiseo había planeado.

            Así que los cíclopes no se preocuparon más como nadie (Nadie) le había hecho daño.

            Pero ese fue Odiseo y sus estrategias magistrales. Sin embargo, mis planes iban exactamente como no había planeado y por eso no sabía qué decir ni hacer. Menos mal que tenía la imaginación que valía en algunas ocasiones.

            − Vine para enseñarte a pintar, − le dije después de un rato.

            − Pero yo sé pintar.

            − Entonces vamos a pintar, − respondí.

            El chico dejó el barco de Playmobil que tenía en sus manos y empezó a buscar papel y colores. Su decepción era obvia. No podía entender cómo su auto-invitado prefería un soso papel y unos colores cuando le esperaban palacios, barcos, caballeros y reyes de Playmo, Lego y hasta Action Man.

            Nos pusimos a pintar, sentados en unas sillitas, enfrente de un pequeño escritorio. Era una buena idea porque mientras pintábamos no tuvimos que hablar y eso me dio oportunidad de pensar qué hacer en mi situación tan rara. Y la respuesta no tardó. Decidí pintar un rato y luego anunciar muy dramáticamente mi salida. Y seguramente haría Sigga lo que hacían mis tías cuando me iba, me besaban como un oso de peluche. Era un plan estupendo porque los tíos nunca te besan, así que podría exigir un beso de Sigga y solamente Sigga, ya que ella era la única mujer en la casa. Estaba tan contento con mi nuevo plan. Iba a terminar mi dibujo enseguida para llevarlo a cabo.          Cuando estaba a punto de terminar, escuché que la puerta exterior fue abierta y luego cerrada. Miré por la ventana y vi que Sigga se fue, vestida con abrigo, bufanda y gorro, como que se iba a pasar la noche en las montañas.

            − ¿Tienes otro papel? − pregunté preocupado porque a lo mejor tendría que pintar un buen rato más.

            Y efectivamente, el tiempo pasó y nadie abrió la puerta exterior. Solo abrió Papá Noel la habitación para ver si no me iba a ir. Y luego vino la oscuridad, que no tarda en llegar en los días del otoño pero Sigga no apareció de vuelta. Así son las cosas cuando uno espera y se desespera. Viene todo lo que no se desea mientras lo deseado resiste a presentarse. Y finalmente vino Papá Noel una vez más, nos miró y luego dijo:

            − Bueno Jón, ya tendrás que irte a casa. Vete, que ya está oscuro.

            − No hace falta, puedo quedarme un poco más, no tengo miedo a la oscuridad.

            − Pero tendrás que irte a casa, te estarán esperando tus padres. Tienes que comer y luego a dormir. Mañana hay cole.

            Había entendido que me tenía que ir. El hombre de la casa no quería que me quedase más. Así que me salí lentamente al pasillo. Miraba la cocina pero Sigga no estaba.

            En Islandia la puerta exterior está siempre en una habitación donde guardamos los zapatos y abrigos. Lo digo porque cuando vayas a mi tierra tienes que recordar de sacarte los zapatos en esta habitación antes de entrar. Si no lo haces van a creer que eres un maleducado. Y allí esperaban mis botas, que eran unas botas tremendas, muy altas e impermeables. Así que podía entrar en el mar hasta las rodillas, gracias a ellas.

            Tardaba tanto en ponérmelas que el pobre Papá Noel ya estaba empezando a irritarse.

            − ¿Cómo te va en la escuela?, − preguntó para esconder el silencio y su impaciencia.

            − Bien.

            − Estoy seguro que no te gusta, ¿a qué no?

            −¡ Sí, me gusta mucho!

            − ¡No me lo creo! ¿Qué es lo que te gusta tanto?

            Allí hubo otra pregunta que no había previsto y por lo tanto no tenía ninguna respuesta. Estaba seguro que no le iban a gustar mis explicaciones sobre cuánto me gustó cuando su mujer me tocó la mejilla con su pelo y que cada día estaba esperando a que se repitiese este hecho romántico que tanto me alegró la vida.

            Él veía que mi respuesta no tenía pinta de salir pronto, así que dijo:

            − Pero ¿no será las Matemáticas?

            − No, las Matemáticas es la peor clase. Me gustan las clases de Sigga.

            Nos mirábamos como dos chicos que se odiaban el uno a otro sin poder expresarlo. Entonces, de repente, se abrió la puerta y Sigga entró.

            − Ah, ¿tú aquí todavía?

            Me puse más nervioso.

            − Sí, − dije con la voz templada. − Sí, estoy aquí todavía pero ahora…− me puse tan dramático como podía − pero ahora…me voy.

            − Ok. Nos vemos mañana, − dijo y se preparó para llevar unas bolsas de compras a la cocina.

            − Pero Sigga, me voy, − le dije más dramáticamente todavía. − Me despido.

            − Vale, buenas noches.

            − Sí pero a lo mejor no te veo mañana, − dije cuando vi qué poca importancia dio a mi salida.

            − ¿Por qué no vas a venir?

            − A lo mejor me pasa algo en la oscuridad.

            − Pero ¿no decías que no tenías miedo a la oscuridad? − dijo Papá Noel.

            − Sí…mis tías…cuando me voy…

            − ¿Sí? − preguntó Sigga con un rostro curioso.

            No entendía adónde iba este diálogo tan absurdo. No estaba nada, nada relajada ni romántica. Se mostraba fría y muy distante. Cómo se notaba que nunca había sido niñera. Me dolía su frialdad. Mi corazón, que antes pegaba fuerte, ahora pinchaba como que quería regañarme por haberlo puesto en esa humillación.  

            − Digo…que a lo mejor no nos vemos mañana porque la escuela es una mierda. Después de este disparate iba a salir como un caballero francés en la Edad Media pero tenía dificultad para abrir la puerta. Hice cualquier cosa con la cerradura para abrir hasta que Papá Noel me quitó las manos y abrió la puerta tranquilamente. Yo estaba a punto de llorar y cuando vi que estaba abierta salí tan rápido como podía. Sigga salió detrás de mí. Escuché una voz llena de simpatía:

            − Buenas noches Jón, nos vemos mañana.

            Ahora la oscuridad era mi amiga. Me devoró y en sus vientres podía olvidar que vivía en el mismo mundo que esta familia, que seguramente, todavía hoy, me tiene por un loco.

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